Ayer mientras paseábamos por el parque Bicentenario (Vitacura), mi hijo Ferran de siete años, en un abrir y cerrar de ojos desapareció de la vista de su mamá. Lo buscó, lo llamo, gritó su nombre, pero se lo tragó la tierra. Cuando me avisa que no podía encontrarlo, pensé que era un error, que estaría jugando –como siempre- despreocupado sabiendo que velamos por él, llegamos donde debía estar y no estaba.
Ferran es un nombre catalán de
origen germánico, en castellano Fernando, que significa "hombre
valiente", "hombre de atrevida inteligencia" o "guerrero
audaz". Cuando escogimos su nombre, buscábamos uno que tuviera
personalidad, que fuera original, pero a la vez que no le causara problemas. Es
un niño alegre, obediente, cariñoso, muy sensible y simpático, curioso, no le
cuesta hacer amigos, pero es algo tímido. De seguro estaría muy asustado, ya
que es muy dependiente y regalón.
Nos dividimos para buscarlo,
pasaban los minutos, diez, quince y no aparecía. En mi mente descartaba los
pensamientos oscuros, miraba en el horizonte, a mí alrededor, las salidas del
parque, los niños de su edad. No podía ser verdad, esas cosas no me pasan a mí,
no le pasan a él. Su modo de enfrentar a los desconocidos es tirar una broma,
poner caras chistosas, es su defensa ante un mundo que aún no conoce bien. Es casi
hijo único, ya que con su hermana se llevan diez años de diferencia. Que terrible
pensar que algo malo le pudiera pasar, leo un letrero que dice “cuidado laguna
profunda”, recuerdo las noticias, los niños perdidos, la gente mala, el mundo
real injusto y terrible, las estadísticas… mi niño, mi guagua no aparece.
En 20 minutos, nada más importa;
las deudas, el sueldo paupérrimo, el mal gobierno, el calentamiento global, el
dolor de pies, los estudios de mi hija mayor, mi diabetes, la depresión de
Mariela, la enfermedad de mi madre, no es nada, es menor, no tienen
importancia, Ferrán no está y ese es el centro. La angustia, la presión, la
adrenalina no nublan mi mente fría y calculadora, hay que calmarse, pensar, que
pasos seguir, no perder de vista las salidas, mirar los arbustos, los detalles,
comenzar a gritar su nombre, no solo para que escuche, sino para llamar la
atención. Que se detenga la tranquilidad del parque, que la vida no siga su
curso, que todo pare, que los niños no jueguen, que la gente no pasee, que no
vendan helados, que pare la música del organillero, que se detengan las
bicicletas, los triciclos, los pasos, las risas, las conversaciones, mi niño no
está y debe estar asustado.
Entre todas las miradas, buscando
sus verdes ojos, a lo lejos lo veo. La mirada perdida, con lágrimas, asustado,
grito su nombre, no me escucha, corro, me mira, me abraza fuerte, nos fundimos
en uno solo, lloramos los dos, no importa el mundo. Una pareja lo cuidaba,
agradezco con el alma, los niños son de todos, no podemos dejarlos a su suerte.
Una guardia se acerca, me habla de pulseras con su nombre, de que el niño no
sabe mi celular, que es común que se pierdan, ya no importa, nada más importa,
él está bien y conmigo, luego llega su madre, nos abrasamos los tres. Ya pasó
todo, solo una anécdota, a seguir con la vida, mis pies tiemblan, me siento en
un banquillo, prendo un cigarrillo. Los pájaros cantan, los niños gritan, la
gente pasea, todo sigue su curso.