septiembre 10, 2007

















UN DIA DE UNIFORME


Me llegó una invitación para hacer un curso de Corresponsal de Guerra, en el Regimiento Coquimbo, mi primera reacción fue negarme terminantemente: “¿Yo, en un curso del ejército?, eso jamás…”. Después de meditarlo largamente, me decidí y… durante tres semanas asistí regularmente en forma disciplinada (como el mejor de los uniformados).

Las clases teóricas estuvieron muy bien algunas, otras mal planteadas y las más de las veces, aceptables. Con una visión de la historia bastante sesgada, pero sin caer en lo panfletario, patriotero; doctrinas e ideas que alguna vez estudié, pero está vez las dictaban desde el otro bando; en fin, casi lo que me esperaba encontrar aunque con algunas sorpresas, como su visión sobre la importancia de los derechos humanos y un ejército para todos.

Lo más espectacular del curso –al menos para mí- fue el día de campaña en un campo de entrenamiento militar, del cual no puedo decir su nombre por motivos de seguridad nacional (jejejeje). Temprano en la mañana (7:00 a.m.), en el regimiento nos esperaban con un café y luego nos pasaron el uniforme del ejército. Fue raro vestir el mismo uniforme que, en mis años de joven estudiante de izquierda, tanto temor, rabia y repulsión le teníamos los que de una u otra forma luchamos contra la dictadura.

Arriba de un camión militar, junto a numerosos periodistas y estudiantes de último año, miraba a la gente pasar por la calle. Nos veían talvez con la misma expresión entre curiosa, temerosa y extrañada, que muchas veces tenía yo al ver un camión militar con soldados, pero esta vez era yo el que estaba sentado dentro, vestido con traje de camuflaje, con botas y un “quepis de combate” sobre la cabeza. Es que acaso íbamos a la guerra, o a un operativo contrainsurgente, a marchar (¿?)… bueno, o a los lugares que muchas veces otros con ese mismo uniforme fueron.

La campaña –debo confesar – fue sumamente entretenida; ejercicios de guerra simulada, corriendo tras unos soldados que disparaban ráfagas con municiones de verdad, para ganarle a un supuesto enemigo. Subido a un jeep, mientras disparaban proyectiles antitanques; en un pelotón a cargo de un mortero el cual me dejaron disparar –una de las sensaciones más intensas que he vivido -, luego de explicarme en detalles el procedimiento (tiré de una cuerda y se produjo una detonación a centímetros de mi cuerpo).

Cerca de las tres de la tarde, el cansancio y el hambre hicieron que deboraramos el “rancho”; un pollo con arroz, que comimos sentados en medio de la nada. Al final, la “práctica de tiro” con fusil semiautomático, contra un blanco que abatí certeramente las cinco veces que disparé (¿no habré elegido mal mi profesión?). Casi me sentía uno más entre aquellos soldados de la patria, olvidando mi antimilitarismo, mi desapego por las armas y mi repulsión contra los “aparatos represivos del estado”.

Fui uno más entre los soldados de Chile y debo decir que no me arrepiento de haber tomado el curso. No me cambiaron mi forma de pensar ni mi opinión sobre la historia represiva del ejército y “su general Pinochet”, siguen en mi memoria los que cayeron abatidos bajo las manos cobardes de “esos otros” que vistieron el uniforme militar antes, pero creo –y espero no equivocarme – que “estos” no son los mismos de ayer. ¿Estaré equivocado?