enero 27, 2006


ANGEL

La historia Oculta de La Serena


Fragmentos de la memoria

La Historia que se relata a continuación, es parte de la memoria olvidada de la región de Coquimbo. Un poco dura, pero relata lo que sucedió con aquellos que una vez pensaron que el mundo podía ser diferente. En La Serena el mundo también entró con la fuerza de la barbarie.
Es un relato interesante y fácil de leer, te invito a conocer esta historia...
-SEÑOR MINISTRO -dijo Horacio, con una firme voz que no parecía la de un adolescente -no es posible que tengamos que estudiar entre murallas que ya se caen y se electrifican cuando llueve.
-He venido desde la capital -dijo el aludido -porque me debo iniciar el estudio de la situación... Y ése era un buen propósito, sin embargo se terminó ese año, el ser humano puso los pies en la Luna, pero del ministro Pacheco no supimos más. Vino entonces 1970, y decidimos iniciar una toma. Conseguimos amplio respaldo en la comunitario. La orquesta de Jorge Peña Hen nos trajo un concierto donde chiquillos que ejecutaban instrumentos eran escuchados por chiquillos que expectantes, escuchaban atentos a cada melodía a cada nota.
Ya en plena toma, nos ingeniamos para permanecer vigilantes, y formamos comisiones para distribuir los alimentos, difundir lo que hacíamos, preocuparnos de la recreación y los deportes, y otra que propondría cada día temas de reflexión para enriquecernos. Claro que no todo era hacer deporte y reflexionar en el liceo; había también compañeros que escuchaban por la radio a uno que se hacía llamar "el profesor destino", que a media mañana interpretaba los signos del zodíaco. "Aries", decía con voz ronca y pausada. "Ella: aumentarán sus amistades, gracias a su simpatía. Él: no se interponga en cosas familiares". Pero ésos eran sólo momentos de esparcimiento y los muchachos pronto volvían a trabajos más productivos, como que en tres semanas removimos a La Serena y forzamos una solución. Horacio anunció el final victorioso de la toma. Hubo gritos de júbilo y el grupo de estudiantes que salió portando mochilas, ollas, abrigos y boinas, abandonó el liceo entonando la canción del adiós.
Tres años más tarde, ése que hacía llamar "profesor destino", un hombre canoso de lentes gruesos un tanto regordete, llegó ese martes como cada mañana a Radio Occidente para leer el horóscopo. Mientras esperaba su turno se le acercó el director, diciéndole "Osvaldo -ése era su nombre verdadero-, las cosas no están buenas, hay intentos de derrocar al gobierno". El hombre lejos de afligirse adquirió una expresión de omnipotencia aún mayor que la suya de siempre, producto de saber que su imagen de lector zodiacal infundía si no temor al menos respeto. Ahora a sus sueños de manejar el futuro de las personas que escuchaban su pequeño espacio radial, se agregaban pensamientos siniestros: "depende del cristal con que se mire", respondió demostrando una seguridad que a Garamo, el director, lo llenó de incertidumbre. Es que al fin, él era el director de esa emisora por la que el gobierno popular comunicaba sus acciones y programas, y los análisis de la situación que se vivía. Qué se esperaba de él ahora. Cerca de las once las informaciones desde Santiago eran más decidoras, más aún cuando en la misma Serena empezó a verse movimiento de tropas que rodearon a la Intendencia. -¡Viva el nuevo gobierno! -gritó Garamo cuando un pelotón de militares ingresó a la radio. -¡Cállese, mejor!, le respondió un oficial. Garamo agachó la cabeza y se encerró en su oficina a la espera de que los militares dispusieran qué hacer, pero el profesor destino dejó la emisora ese mismo día. No dio explicaciones. Otros continuaron trabajando en ella, y algunos comenzaron a tener otro tipo de nexos con "el profesor" que, establecido ahora en la colina del regimiento, desde esa misma tarde empezó a recibir a los detenidos. -¿Cómo está compañero? -decía con una voz que a muchos les resultaba familiar -aquí tengo una máquina que usaremos si se niega a colaborarnos. ¿Le ha dado la corriente alguna vez?. -Sí, sí -le respondían asustados. -Bueno, esto es mucho peor.
Destaco la capacidad de desdoblamiento de aquel hombre que un rato antes estaba a punto de decirle a los habitantes de La Serena y Coquimbo lo que les deparaba el destino, y que ahora conducía interrogatorios salvajes, por decir lo menos. ¿Considerarían los signos del zodíaco de ese día lo que el futuro les tenía reservado a muchos?, ¿la prisión?, ¿la tortura?, ¿la separación de las familias?, ¿la desaparición?, ¿la muerte? Ahora parece claro que "el profesor" seguramente sabía lo que se preparaba desde hacía varios días, pero obviamente no estaba dispuesto a revelarlo. Imagínenlo diciendo "tauro, dentro de la tarde será detenido y torturado por soñar con un mundo sin pobreza". Y ahora el profesor tenía al frente a nuestros compañeros y compañeras de izquierda, y disfrutaba del oráculo con todo su nuevo poder; es que ya no sólo predecía el futuro, sino lo determinaba sin oposiciones y a su total antojo, para eso circulaba por el regimiento como un viejo conocido de los militares, y la radio era cosa del pasado, aún cuando a los pocos meses pasó a conducirla como uno más de los hilos que manejaba.
Donde el profesor destino fui a parar tras ser entregado a mis dieciséis años por mi profesora jefe y por el inspector general de mi liceo de apellido Martínez, quienes, lo hicieron a pesar de ser ambos profesores cuyas asignaturas nada tenían que ver con oráculos. Pero al tal profesor destino no pude verlo porque tenía vendada la vista con un paño rojo, pese a eso, sin recordar específicamente de quien era, reconocía esa voz que me interrogaba con vehemencia porque la recordaba de alguna vez en que me había interesado en el horóscopo. "Aquí te las vai a ver, guevón... enderézate y abre la boca". Me enderecé pero no abrí la boca, no me atrevía. "Abre la boca, conche'tu'madre. Apenas la entreabrí alguien me metió dos pastillas pequeñas que traté de dejar debajo de la lengua. "¡Trágatelas, mierda, trágatelas!". Me tragué una pero empecé a hacer arcadas mientras la voz empezaba a preguntarme por Horacio: -si nos decís dónde está le salvai la vida, porque nosotros sólo lo vamos a interrogar, hay otros que quieren matarlo. -Es que le digo que no lo he visto desde el golpe. -¡Golpe?, ¿qué golpe, conche'tu'madre?, eso que vo'llamai golpe fue un pronunciamiento militar pa'salvar al país...? -Si señor, pero a mi hermano no lo veo desde antes del pronunciamiento. Varias horas más tarde, esa voz conocida que dirigía los interrogatorios me dijo "aquí está tu hermano", pero Ulises, nuestro hermano mayor, se adelantó diciéndome "hola Edgardo, cómo estás", y rompió así lo que el torturador pretendía, que era hacernos creer que tenían detenido a Horacio. Ulises fue castigado con una bofetada que retumbó fuerte e hizo sollozar a una mujer cerca mío: "aquí están sus hijos", dijo la voz. "Sí señor, ya los escuché", respondió mi madre... ahora lo sabíamos, a ella también la tenían prisionera. "Pero falta Horacio", continuó la voz. "¿Dónde está Horacio señora?". "No lo sé señor". "Se comunica con usted, ¿verdad?". "No señor, entienda". "Señora, nosotros lo único que queremos es salvarlo".
Cerca de las diez de la noche dejaron que nos marcháramos. Le pedí a mi madre que saliéramos un rato antes del toque de queda a caminar, quería sentir el aire en el rostro, quería sentir que podía transitar libre, quería sentir que mi vida estaba en mis manos aún. Nos encontramos con Liliana, la compañera de Horacio, enterándonos de que también la habían tenido detenida y que venía saliendo como nosotros.
No duré mucho tiempo en libertad. Era agosto del 74. En la puerta de mi casa un hombre canoso de lentes con gruesos vidrios: "Tenís que acompañarnos", dijo. Su voz era la misma de quien había dirigido mis anteriores interrogatorios, pero ahora le podía ver el rostro: allí estaba ante la puerta el propio "profesor destino", mientras en la calle nos esperaban con el motor andando. -Yo también voy -dijo mi madre. -No señora, usted no -replicó el profesor destino. -No, yo voy -repitió y se subió a la fuerza con toda decisión. Partimos así con ella y otros hombres entre los cuales no olvido a uno con acento extranjero que llamaban "el polaco" y que parecía tener tanto poder como "destino", y si lo recuerdo es por sus actitudes arrogantes y groseras, que podía distinguir sobre el resto de los hampones a pesar de que la cabeza me daba vueltas y vueltas, y de sentía ese calor que anuncia que la vida se aleja más y más. Un poco antes de llegar al regimiento dos de los tipos se bajaron del vehículo para tironear a mi madre hasta dejarla botada en la vereda. Yo, a pesar de que no quería mirarla, se me fue la vista y alcancé a ver cómo se alejaba y se quedaba allá atrás; es que al no verla esperaba tal vez disminuir esa enorme sensación de soledad que ahora sí, se acrecentaba.
Me llevaron a la sala donde que bien pudo ser la misma donde me habían tenido antes. Allí tenían al "árabe", un compañero al que habían detenido un poco más temprano. Su estado era lamentable. Junto a él había una pequeña máquina: "con ésta te van poner corriente" me dijo arriesgándose a que lo patearan por advertirme. Triste perspectiva. Afortunadamente, en forma paralela, y sin que ninguno de nosotros supiéramos dónde, una mujer teñía rubios los cabellos a un muchacho para que éste después empezara a vestirse como en un ritual de quien se prepara para salir a escena: terno, camisa blanca, corbata italiana, y puso sobre su cabeza un sombrero negro que pretendía hacerlo parecer más maduro aunque sólo hacía resaltar la armonía y belleza de sus rasgos y no lograba ocultar sus veintiuno. Le dio un abrazo a es hombre y a esa mujer que lo habían acogido en su casa por tanto tiempo; lo mismo hizo con el que le había conseguido la vestimenta, quien era también el que le posibilitaba la comunicación con su madre, su compañera y su pequeña hija, ésa que aunque con apenas dos años, recibía de su padre hermosas palabras, poemas y letras de canciones infantiles. Otro hombre, también joven, se asomó por la ventana y divisó cerca de un kiosco de diarios, a tres hombres y a una mujer que simulaban leer titulares. "Vámonos, en 15 minutos pasa el tren" le dijo a Horacio. "El tiempo justo para llegar a la estación", respondió ese otro vestido tan elegante que en nada se diferenciaba de esos pequeño burgueses que van a misa los domingos.
Mientras tanto, en el regimiento, yo nada decía al profesor destino porque no quería decirle nada, y porque aunque hubiera querido algo, nada sabía del periplo de mi hermano. El profesor destino, tras largas sesiones de maltrato, comprendió que yo nada podía hacer por él, y me envió furioso del regimiento a la cárcel. En paradoja, al muchacho que era ahora rubio, sus compañeros lo enviaban al sur, lejos del profesor destino que tanto deseaba influir en sus horóscopos para "salvarle la vida". "Adiós "Angel" -así se llamaba ahora-, que estés bien", alcanzó a gritarle alguien. Todo estaba calculado de manera precisa; había que llegar a la estación de Coquimbo cuando el tren ya estuviera en el andén, no fuera que alguno de la DINA lo reconociera. El tren partía cuando llegaron -ésa era la idea-, así que rápidamente Ángel y el compañero que protegería su salida, subieron. Entonces ése que ahora se llamaba "Ángel" se fue mirando por la ventana hacia la parte alta de Coquimbo que se le fue haciendo diminuta, y miró también por la ventana de su alma a aquella parte de su vida que alcanzaba a ver pero que iba también dejando atrás. Pensó en su compañera y en su hija pequeña, con las que había logrado juntarse algunos días antes de partir, pero que ahora no podría abrazar para despedirse. Cuándo volvería a verlas y cuándo podría encontrarse de nuevo con ellas, se preguntó repetitivamente mientras era observado a cierta distancia por ese compañero que lo acompañaría hasta llegar a su destino, y avisaría si por desgracia lo detuvieran. Eran pasajeros de ese tren y del tiempo que vivían, compañeros de sueños y utopías, sin embargo debían hablar de temas triviales: "¿supo que Caszely perdió un penal?", "sí, no hallaba donde esconderse el pobre".
En la primera reunión quiso saber si se podría juntar con su compañera y con su hija. Le respondieron que sí, pero que tendría que tener paciencia. Y la tuvo, cómo no tenerla en medio del trabajo intenso que tenían por delante. Un día un compañero le anunció que tendría visita. Él imaginó que quizá sería algún dirigente de la estructura central, pero no quiso preguntar, no se preguntaba, era mejor no hacerlo. Sólo esperó. Pero una espera que lo puso en acción, porque debió trasladarse con sus pocas cosas a una casa pequeña en un barrio popular de Quilpué donde se quedaría viviendo. Atento, como había estado toda la tarde, sintió un vehículo que se detenía frente a la casa. Miró con sigilo por una de las ventanas, ésa ya era su costumbre. De un taxi bajó uno de los compañeros con los que había tenido contacto en el tiempo que llevaba en la zona, pero oh sorpresa, tras el compañero, bajaron Liliana y su hija que ya cumpliría tres años. Las estrechó a ambas en un fuerte pero corto abrazo, es que había que ingresar rápido a la casa. Cuando el compañero se retiró, se acariciaron, acariciaron a la niña, y ésta reconoció a su padre más por la dulzura de su voz que por su aspecto que estaba tan cambiado. Jugaron con ella hasta que se quedó dormida. Luego conversaron de las familias que habían quedado en La Serena, de lo difícil que estaba la cosa, las tareas del partido, de la represión, de las esperanzas a pesar de todo. Enseguida se comieron unas papayas al jugo que alguien le había enviado. Cuando se fueron a acostar, Liliana le dijo: -hay algo que no te he dicho. -¿De qué se trata? -preguntó el hombre-muchacho, un tanto preocupado. -¿Te acuerdas de los últimos días antes de que te vinieras? -¿Estás embarazada? -preguntó él de inmediato. -Así es -dijo ella. Se quedaron por un momento abrazados, con la vista fija en el tejado, para luego iniciar un juego de caricias silenciosas, rotas a lo más por alguna palabra dicha calladamente en la penumbra de aquel cuarto tan lejano de todos sus afectos.
Así reiniciaban de nuevo la vida juntos. No duró mucho sin embargo. Por desgracia el cerco se había venido estrechando hasta ese día de enero de 1975 en que no regresaste a la hora que debías. Cuando llegaste, te traían los de la DINA. Allanaron tu casa, se llevaron documentos que habías redactado. Se llevaron a tu compañera embarazada y a tu hija pequeña. Los condujeron al Regimiento Maipo de Valparaíso. Allí estaba el teniente Pablo, con una comitiva de "notables", que, de visita en el puerto, se deleitaban torturando. Ay hermanito, te pusieron en la parrilla eléctrica, desde donde escuchaste que en una pieza contigua, mujeres prisioneras gritaban a carcajadas, emitiendo sonidos parecidos a los de hienas. Con Liliana, dos amables doctores chilenos, iniciaron un proceso de inducción del parto. Entonces te dijeron "fuiste padre de gemelas, están bien las chiquillas, la madre también... bueno por ahora están bien, que sigan así depende de ti, sólo falta que te decidas a hablar". Horacio bajó la cabeza como para controlar esa tormenta de pensamientos que le azotaban. Se quedó de pie allí en ese inhóspito subterráneo aún cuando apenas podía sostenerse en las piernas. Lo dejaron solo, muy solo. Pensó en sus hijas, en la pequeña que ahora estaba bajo la custodia de carabineros y en las dos que acababan de nacer no muy lejos de donde a él y a los otros compañeros los habían estado torturando.
Cuando volvió a tener alguna conciencia, el tiempo había pasado; estaba en la torre de Villa Grimaldi, muy lejos de su Liliana y de las niñas. Los gritos, la sangre, los quejidos, las botas, los fusiles, las burlas, la humillación, la barbarie y la muerte eran el contexto. El niño hermoso, el joven hermoso, el que soñó con la justicia estaba ahí destrozado en miles de pedazos en una realidad que compartía con otros y otras tan hermosos y hermosas como él, pero que ahora también estaban destrozados en miles de pedazos. Mi hermano, con la vista vendada, colgaba amarrado de pies y manos, con la sensación de que caería en cualquier momento al vacío, haciendo cada vez más consciente de la condición en que estaba, sin posibilidades de escape, sin posibilidades de lucha, sin posibilidades siquiera de saber en qué momento le llegaría una nueva andanada de golpes, ni de sospechar tampoco si vendrían desde atrás o por algún costado. Tampoco sabía cuándo lo quemarían de nuevo con corriente o le sumergirían la cabeza en agua nauseabunda. Es que las únicas certidumbres de Horacio eran el no saber qué le ocurriría en un momento más, y el sí saber que la tortura no terminaría a pesar de que nada ya de lo que pudiera decirles tenía importancia, y de que ellos se dan perfecta cuenta de eso y de que estaba moribundo. Horacio por más que pensó en su madre no hubo caso, por más que pensó en su hermano mayor, su compañero de tantas jornadas, su compañero de discusiones casi interminables tampoco hubo caso; por más que pensó en su hermano menor, en su compañera, en sus hijas no hubo caso. No había caso. No había cómo decirles algo ni recibir de ellos alguna palabra de aliento, alguna de abrigo. Hacía frío, mucho frío a pesar del cálido y pleno verano.
Algunos que sobrevivieron, contaron que aún cuando su situación era extrema, igual había intentado entonar canciones en algunos momentos de pausa encerrado allí en esa torre, y contaron también que a ratos lo sacaban para que con su estado amedrentara a los otros; es que todos los que lo veían, entendían que ése compañero no podía venirse levantando de otro lugar que fuese el cementerio. Y la verdad es que al cementerio le correspondía ir, sin embargo a ninguno de ellos llegó, lo tiraron por allí total qué importaba, se había atrevido a soñar con mundos mejores y eso hay que cobrarlo caro. El "profesor destino", ése que de verdad quiso tener el destino de las personas en sus manos y lo logró en gran medida, se trasladó hasta Villa Grimaldi para disfrutar de los interrogatorios, no podía perdérselos, lo había buscado tanto que ahora no tenía ni la más mínima intención de dejar de sentir el orgullo del vencedor: "al fin lo conozco Horacio o ¿mejor lo llamo Ángel...? lo buscamos tanto allá por Serena, y mire donde lo vengo a conocer, ¿y qué me dice de la revolución ahora?". Claro que Horacio no supo quién era ése que le hablaba, aún cuando la voz le hizo recordar los días de la toma del Liceo y ese programa del zodíaco que algunos de los muchachos escuchaban. De allí nada más, sólo sombras que, como cortinas de un escenario, se cerraron para impedirnos saber qué pasó después.

"Ángel", es extracto de la novela testimonial "Fragmentos de la memoria", escrita por Edgardo Carabantes Olivares, Ediciones Universidad de La Serena, 2004. El título y el reordenamiento del texto para cuento testimonial es de "Las historias que podemos contar



Quien no recuerda el pasado, no tiene futuro
Guayacán, donde ejecutaron a Niños
La tarde del 24 de diciembre de 1973, tres niños -Rodrigo Javier Palma Moraga, Jimmy Christie Bossy y Patricio Díaz Gajardo-, jugaban en las cercanías de la población ubicada en la parte superior de los estanques para el almacenamiento de combustible en Guayacán, Coquimbo. El padre de Patricio, al regresar de su trabajo, vio a los niños y se llevó a su hijo a casa. Los otros dos menores quedaron ahí, y no llegaron jamás a sus hogares, cuestión que causó alarma en el barrio. Los vecinos se organizaron en parejas para buscarlos, y se vieron obligados a infringir el toque de queda que, ese día, por ser Navidad, se alargó hasta las 21:00 hrs.
Nelson Díaz, padre de Patricio, y Luis Varas, utilizaron un automóvil. Llegaron hasta la portería de los estanques. Allí se percataron que, extrañamente, no había ningún militar, ni guardia. Los estanques eran custodiados permanentemente por los militares. Horas antes habían constatado la presencia de muchos soldados, que disparaban sus metralletas de manera habitual sin que nadie supiera hacia qué blancos. Claro, a los pobladores les habían dicho que ahí "se podían producir atentados extremistas", pero nada de eso había ocurrido. El personal que custodiaba los estanques pertenecía al Regimiento de Artillería Motorizado Nº2 "Arica" de La Serena.
Los vecinos, alarmados y frustrados por la búsqueda inútil, regresaron a sus casas. Nelson Díaz y Luis Varas fueron detenidos por una patrulla de militares que les revisaron su auto e, incluso, dispararon sobre el techo del Fiat-600 en que se movilizaban. Contra la muralla y con las manos en la cabeza, fueron amenazados de muerte en caso de moverse. Así permanecieron allí, en espera de alguien de mayor rango apareciera; y eso ocirrió algo después, cuando un capitán les presentó excusas y los dejó en libertad. Como consecuencia de la desaparición de los menores, la vida del barrió cambió radicalmente. La casa de Raúl Palma, padre de uno de los niños, se veía permanentemente custodiada. La población fue cercada y se sometió a las familias de los menores a "arresto domiciliario". Toda la población fue allanada por militares armados quienes los interrogaron sobre "la desaparición de los menores" y "qué sabían de eso".
Balas militares Como si el arresto domiciliario no hubiera sido suficiente abuso, los padres de los menores empezaron a ser trasladados a menudo al regimiento, para ser torturados. Mientras tanto se efectuaban intensas búsquedas para dar con el paradero de los niños, participando el Cuerpo de Bomberos de Coquimbo, carabineros e Investigaciones con una brigada de Homicidios que enviada especialmente desde Santiago. Carabineros utilizó perros policiales "expertos en rastreo". Sin embargo, la búsqueda fue infructuosa.
En agosto de 1978, niños del vecindario -que jugaban en el sector-, encontraron los restos de los menores sepultados a orillas del camino que conduce a la playa La Herradura, cercano a los depósitos de combustible, y a una distancia de, aproximadamente, 100 metros de las casas. Estaban a una profundidad no superior a 20 centímetros, lo que resulta completamente incomprensible dado que en el lugar se buscó afanosamente, incluso con los perros policiales.
"Debido a esto y otros antecedentes presumimos que los cuerpos fueron colocados allí con posterioridad", señala el abogado Hugo Gutiérrez. En el Instituto Médico Legal de Santiago, se realizaron los peritajes. Los padres fueron citados para la entrega de los restos, entrevistándose con un médico legista, que practicó la autopsia. Les indicó que la causa de muerte era "a consecuencia de impactos de bala de grueso calibre, provocándoles la destrucción del 75% del cráneo", y agregando que "esos proyectiles los usan sólo el Ejército". Sin embargo, el médico les señaló que "no podía certificar esa causa de muerte". "Efectivamente el certificado señala 'causa de muerte indeterminada'", agrega Gutiérrez.
En la querella se cita, en calidad de inculpados, a Ariosto Lapostol Orrego, comandante del Regimiento Arica, Juan Emilio Cheyre Espinoza, que en el momento de ocurridos los hechos se desempeñaba como ayudante del comandante Lapostol (su "delfín"), y va dirigida contra Augusto Pinochet y "todos los que resulten responsables". También se cita a Osvaldo Pincetti, que mantuvo secuestrados a los padres de los niños, y al oficial Carlos Verdugo Gómez, que formaba parte de la Unidad Especial de Inteligencia del Regimiento "Arica".
Se presume que el grupo que estaba de guardia en ese momento, fue el que fusiló a los niños. Después, escondieron los cuerpos para volver a enterrarlos en las cercanías cuando la búsqueda de la policía y los vecinos terminó. Por eso no había ningún militar cuando los vecinos los buscaron en los estanques. Los padres nunca presentaron el caso en ninguna instancia, "por temor. No se califica todavía la participación de Cheyre. Lo citamos en calidad de 'inculpado'. No sabemos qué participación tuvo, y queremos que declare lo que sabe. Es razonable pensar que él, como ayudante del comandante, supo de los hechos y está al tanto de la participación de la patrulla militar. El ministro Guzmán hasta ahora no ha citado a nadie en el proceso", señala Hugo Gutiérrez.
Lapostol, Moren y Cheyre El ex comandante del Regimiento "Arica" de La Serena, Ariosto Lapostol Orrego, niega que sus oficiales hayan participado en los fusilamientos de la Caravana de la Muerte, o dando un tiro de gracia por orden de Arellano. El año pasado, señaló a Canal 13: "Yo le ordené en forma taxativa al entonces teniente Cheyre que ninguna persona ni ningún oficial, ni suboficial, cabo, sargento, soldado, participara en nada, ni en un consejo de guerra, a la orden del general Arellano". Sin embargo, Lapostol confirmó que "los ejecutados fueron elegidos por Arellano".
En la Caravana de la Muerte viajaba el capitán Marcelo Moren Brito, que formaba parte de la Agrupación de Combate Santiago-Centro bajo el mando también de Arellano Stark. Moren Brito viajó a Santiago horas antes del golpe militar en septiembre de 1973. Moren no era un desconocido en La Serena: era en ese momento, el segundo comandante del Regimiento "Arica".